¿Por qué ese videojuego tan raro dice más de ti que tu propio DNI?

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Hace exactamente una década, la práctica común en el videojuego mainstream invitaba a disparar primero y preguntar después. Los tutoriales, en su mayoría, venían a ser barracas de feria y laberintos acomodados, una tendencia que no ha evolucionado demasiado desde Duck Hunt en 1984 o incluso, diez años atrás, desde Maze War (Steve Colley, Greg Thompson, 1974). Los first person walkers —FPW en adelante— comparten punto de vista estético, pero no podrían ser más contrarios a nivel narrativo: son un cambio de paradigma.

Shooters

La mayoría de FPW fomentan el desconcierto, la duda. Para cuando disparamos, si es que llega ese momento, nos estaremos preguntando si lo hicimos porque podíamos o porque debíamos. Un incómodo duelo moral puesto que influye en las normas de conducta de una persona. Esta es la primera brecha narrativa que propone un juego donde la observación es prioritaria sobre el deseo de actuación.

Vulgarmente denominados juegos de caminar o incluso no-juegos, estos tienen un antepasado común en el RPG y la exploración clásica, padres de prácticamente cualquier género: Adventure (1979) y Rogue (1980). A su vez, Hunter (Paul Holmes) en 1991, como abuelo del sandbox y Myst (Robyn y Rand Miller) en 1993, abonaron esa marcada faceta contemplativa, amante de la introspección y el poco o nulo desafío. Como Myst, los PFW son derivativos de los point and click clásicos: pasear, probar cosas, volver sobre nuestros pasos.

Comparten además ese común denominador en tomar decisiones, cotejando opciones, buscando la correcta en el menor tiempo posible. Se espolea a la supervivencia, al sentido de la empatía —o la pérdida de ella en obras como Rust o DayZ. Nadie nos masajea ni nos tutela, el programador fuerza a asumir riesgos. Porque son juegos que tratan directamente nuestra esencia como seres humanos, no como clientes de un feriante.

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Por qué nos involucramos

Hay que entender que todo videojuego es juego de rol en parte. Esto es algo que siempre se dice: interpretamos un papel, asumimos esa representación. Su mundo es endógeno. A veces sucede que el simulacro se convierte en simulación, que el mundo es diegético, consistente por sí mismo y con sus propias reglas, pasando de ser juego a vivencia, sublimando esa primera idea de «hacer lo que nos mandan» a «ser nosotros mismos».

Esto entronca con la vieja idea de Jean Baudrillard de la hiperrealidad, a una ficción tan auténtica que podría reemplazar y sustituir la realidad misma. Una perversión que también trató con ironía Borges en su cuento ‘Del rigor en la Ciencia’. ¿Necesitan los juegos alcanzar un paroxismo de realidad o simplemente ser verosímiles con su ficción? Perseguir la realidad, en cierta medida, es un callejón sin salida: siempre estará ahí, vaya, existiendo.

Una de las tendencias de los FPW es la supresión de motivos musicales. La vida real, por mucho Spotify que le pongamos, no tiene banda sonora. Salvando retazos puntuales, en juegos como The Long Dark (Hinterland, 2016) o Ether One (White Paper Games, 2014) se prioriza el sonido ambiental sobre la pieza compuesta ex profeso. Y no sólo la música: la descripción narrativa es menos textual y más ambiental. Recogemos objetos que no sabremos muy bien para qué sirven, si nos sirven, o si son mero atrezzo haciendo bulto.

The Long Dark convierte la supervivencia del día a día en un puzle: ¿conviene hoy salir a cazar o esperamos a mañana, que pase la ventisca mientras cocinamos algo de pescado antes de que se pudra? Ether One es aún más pausado y concentrado. Ambos son ejemplos del clásico menos es más: más que juegos son herramientas y más que reglas tienen márgenes. El resto es competencia nuestra.

Caminar

¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?

La libertad, claro, es un arma de doble filo. No en vano se dice que este tipo de juegos sacan lo peor de nosotros, lo más tramposo y mezquino. A propósito de DayZ circulan en Internet decenas de diarios contando truculentas experiencias por una simple lata de comida ¡en un videojuego! Un Imagina vivir el Armagedón, un The Road (Cormac Mccarthy, 2006) en primera persona. Por haber hay hasta organizaciones terroristas.

Involucrar al jugador pasa por hacerlo vulnerable. En Rust (Facepunch Studios, 2013) o DayZ (Bohemia Interactive, 2013) no sólo podemos morir en cualquier momento, sino que podemos perder el progreso de semanas a costa de un accidente idiota o una traición. La tensión es constante, se fomenta la desconfianza y una violencia injustificada por puro miedo. No existe una meta más allá de la supervivencia. Pero, ¿a qué precio?

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El veterano psicólogo checo Mihály Csíkszentmihályi apuntaba en su seminal trabajo Flow cómo operan las distintas mecánicas del reto-recompensa en los humanos. Diablo (Blizzard North, 1996) es un magnífico ejemplo de la adicción que provoca trastocar estos parámetros para agilizarlos y mantenernos atentos. En cambio, los FPW enarbolan todo un constructo donde se dilata y suspende la acción para cerrar con clústeres incómodos. Dicho de otra forma: no hay un final claro. ¿Por qué? Como apuntaba Nacho Vigalondo hacia el cine de suspense «muchas veces es más importante la expectación que creas en torno al contenido, que el contenido en sí». El viejo lema: la meta es el camino.

A los FPW les gusta jugar con extremos. Que sintamos el proceso. Para sobrevivir en los citados DayZ o Rust necesitamos crear comunidades, formar parte de algún clan a la manera tribal. O seremos devorados. Los jugadores solitarios se obligan a un peregrinaje constante y arriesgado. Ese equilibrio entre el aburrimiento por simplicidad y la frustración por dificultad fomenta también un acomodamiento, una zona de seguridad —que nosotros, como jugadores, sospechamos— sin curvas de tensión. La idea es marcar nuestra experiencia para los restos.

This War of Mine (11 bit studios, 2014) apunta justo a ese frente. Como señala este artículo se trata de un Los Sims con refugiados civiles. Esos extraños que pueden llegar a caernos gordos —no aprueban algunas de nuestras decisiones, se niegan a moverse— conforman una estructura familiar impuesta por pura necesidad: uno vigila, uno duerme, otro recoge víveres. Y, mientras nos obsesionamos en acumular chatarra, enfermamos y nos asaltan una y otra vez y llegamos a preguntarnos: ¿dejo que se mueran de una cochina vez? ¿Estoy realmente disfrutando o juego por fe en que un día mejor es posible? El jugador es juzgado y sus acciones puestas en constante entredicho.

El esloveno Slavoj Žižek, ácido crítico social y cultural, comparaba la ludificación como esa mentalidad benefactora presente en los programas de ayuda humanitaria donde, si compramos un café de mayor calidad, potenciábamos empleo y mejor sueldo en el tercer mundo. Para el cansado ciudadano occidental, la estrategia central de la ludificación habla del refuerzo positivo, del aprender divirtiéndose. Pero cuando se trata de guerra los videojuegos enseñan poco. Y quizá nos convenga aprender por las malas.

Caras

¿Qué tipo de jugadores somos?

Como es lógico, estos juegos, por su nomenclatura, no son para todo el mundo. Igual que habrá quien tenga claro que mejor disparar que preguntar. También en Rust podemos hacer el cabra, correr desnudos e insultar por el chat abierto, regalar la comida como un samaritano loco o matar a todo bicho viviente parapetado desde una azotea. El mismo Žižek apuntaba que el ciudadano actual encuentra placer en la estupidez, disfruta del slapstick porque le hace sentirse seguro y parte de una comunidad.

No en vano, la psicología, como disciplina, siempre se tiene en cuenta para el desarrollo en videojuegos. No sólo por sus facetas psicomotrices, donde ya se ha demostrado que son una eficaz herramienta para desarrollar habilidades visuales, como la agilidad y tiempo de respuesta frente a estímulo, nuestra atención espacial —número de objetos, preferencia y selectividad, capacidad resolutiva—, etcétera. La psicología está en cada capa de la narrativa, actual y pasada.

Se apela a ella y al estudio del comportamiento humano para que éstos sean más intensos, realistas, creíbles. Un ejemplo clásico: es habitual acelerar la música, tensar el tempo, cuando estamos en el último tercio de una batalla contra un jefe de sección o un final boss; la última carrera en cualquier circuito de Mario Kart; o el bloque final de vida en juegos de lucha como Street Fighter. Se fomenta así la exigencia propia, haciendo cosquillas en nuestra concentración, hurgando en la capacidad de superación.

En los videojuegos de terror se usan los planos de angulación forzada, los picados y contrapicados en Resident Evil (Capcom, 1996), la poca iluminación o visibilidad borrosa de Silent Hill (Team Silent, 1999) y las rupturas de tono en piezas como SOMA (Frictional Games, 2015) o Alien: Isolation (The Creative Assembly, 2014). Las mejoras en habilidades cognitivas tales como la memoria de trabajo, la atención sostenida o la memoria selectiva son claves para sobrevivir en este tipo de videojuegos.

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Que los first person walkers sean, precisamente, en primera persona, reafirma esta idea: son juegos más inmersivos, sobre todo para jugadores experimentados. A propósito del aprendizaje perceptivo, este estudio de la revista Nature confirmaba que el juego sirve como constante entrenamiento. Los jugadores con experiencia respondieron con mayor agilidad y menores tasas de ansiedad y estrés frente a nuevos estímulos. El neurocientífico Michael M. Merzenich confirmó, entre otros, que existe evidencia directa de que el uso intensivo de videojuegos tiene como resultado mejoras significativas y generalizadas en la función cognitiva.

Como expone Javier Alemán, co-administrador de la web Nivel Oculto y Licenciado en Psicología por la Universidad de La Laguna, «el hecho de jugar en primera persona es ya apostar por hacer al jugador coautor de lo que está pasando. Esto se lleva al extremo en Everybody’s Gone to the Rapture, por ejemplo, donde el jugador apenas pinta nada: es un cronista, una criatura curiosa que se está enterando de algo que le ha pasado a otros. La historia no va con él y, a la vez, va con él, en la medida que se implique y trate de zambullirse en ella». Somos, entonces, como periodistas de investigación reviviendo en nuestras carnes del presente un pasado ficcional.

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Soledad. Incomunicación. Reflexión

The Chinese Room es un estudio que debutó haciendo mods para el clásico de Valve Half-Life 2. Su nombre hace referencia a ese experimento científico mediante el cual se trata de rebatir la validez del test de Turing, intentando definir hasta qué punto saber hablar un idioma, en este caso el chino, capacita a una Inteligencia Artificial fuerte a entender dicho idioma.

The Chinese Room tiene un largo historial de juegos centrados en esta tesis: la comunicación contextual a través de la reflexión. Casi se han especializado en FPW: desde Dear Esther (2012), que también nació como mod y ahora está disponible en prácticamente cualquier plataforma, hasta el citado Everybody’s Gone to the Rapture (2015), todos comparten una obsesión por dejarnos solos, limitarnos —apenas podemos andar y observar— y encerrarnos en tramas deshilachadas.

Sus tics comunes —los accidentes de tráfico como catarsis, las referencias religiosas y la penitencia por el martirio de malos recuerdos, algo propio de la saga Silent Hill— pretenden, por un lado, que nosotros como jugadores nos impliquemos emocionalmente y aportemos algo más que dos manos para mover objetos. Y, por otro lado, seamos protagonistas pasivos/indirectos de la historia. A veces se coquetea con la cuarta pared e incluso el narrador se confunde con el protagonista y es objeto de duda.

The Witness (Thekla, Inc., 2016) y The Talos Principle (Croteam, 2014) son también dos ejemplos recientes de narración pausada y fragmentada mientras resolvemos puzles para avanzar. En los dos choca frontalmente la idea del jugador-sujeto de pruebas con la del jugador-actor libre. Algo que ya hizo magistralmente el primer Portal: jugar con nosotros, con nuestra expectativa, mentirnos, dejarnos ver las costuras del laberinto para entender que la libertad es siempre la justita y recordarnos, al final, que si jugamos es porque queremos. Nadie nos lo impone.

Firewatch

El reciente Firewatch (Campo Santo, 2016), por otro lado, pone sobre la mesa el sentido de la sinceridad en la comunicación. Hay un accidente (como en Dead Esther) y hay alzheimer (como en Ether One), pero lleva un paso más allá cada elemento, traduciendo con mayor eficacia el uso de los objetos. Por ejemplo: pulsar el walkie-talkie es abrir la veda al espionaje pero también a ser parte de mentiras y complots, no sólo a hacer avanzar la historia. Por otro lado, la brújula, como vamos descubriendo poco a poco, sirve como metáfora de nuestra guía-condición moral.

El viaje final

Es habitual que en juegos como DayZ o Miasmata —incluso Minecraft (Mojang, 2011)— seamos domeñados por otros jugadores mejor preparados, encomendándonos misiones suicidas, obligando a regalar equipamiento o cantar y bailar por el chat. El bullying, las fobias y los caprichos más crueles afloran en comunidades donde se aúpa al fuerte y se ningunea al novato. Esto dice mucho de nuestra educación y de cómo podríamos llegar a comportarnos en entornos hostiles. Algo más íntimo que los datos postales o nuestro número de móvil.

Dayz

Journey (Thatgamecompany, 2012) fue un juego largamente celebrado por trabajar dos ideas de manera muy creativa: el multijugador está implementado dentro del modo para un jugador, pero ni podemos herir a otros jugadores, ni podemos comunicarnos con ellos. Cada vez que pulsamos un botón simplemente activamos un sonido, una onomatopeya. Así se reduce el lenguaje de las palabras a una comunicación más intuitiva, más cercano al gestual.

Su mayor virtud reside en que podemos ayudarnos para avanzar, impulsarnos y recoger objetos de manera cooperativa. Ya lo decía Mark Twain: «no hay forma más segura de saber si amas u odias a alguien que hacer un viaje con él». Journey no solo es un alegato antibelicista y un ensayo sobre la incomunicación. Es, además, una relectura sobre el viaje de la vida, el progresar sobre el colonizar, el educar sobre el invadir. El ser, sino mejor persona, al menos mejor compañero.

Los first person walker pueden llegar a sacar lo mejor y peor de nosotros, afectar a un nivel social y personal y llegar a tocar hebras ocultas. Porque interactúan con la persona, no con el jugador. Nosotros nos extrapolamos y entramos a esos mundos prevalentes, como diría Thomas Pavel, y cuando dejamos nuestra huella también nos estamos llevando parte de la experiencia en el recuerdo. Estos juegos son, en suma, el siguiente paso a una comunicación más fértil entre juego y jugador, entre obra creada y obra completada. Porque, sin nosotros mismos, dichos mundos nunca podrían estar completos.

Journey

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