Me gusta todo de ti menos tu cara (porque aún no la he visto)

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Firma invitada: Beatriz Serrano.

Jane Austen nos enseñó que cuando un hombre se enamoraba de una mujer en la época georgiana pasaban a escribirse cartas. Quizás se habían conocido en un baile, una cena o a través de un amigo común que les invitaba a pasar un maravilloso fin de semana en Bath. Y luego venía lo que venía. Porque ya sabéis los problemones de aquella época: guerras, plagas, viajes que se prolongaban años, enfermedades de un familiar que te hacían partir hacia la otra parte del mundo (o al barrio próximo pero sin metro, claro) por temas de herencia. Cualquiera de estos factores unido a la inexistencia del Skype convertían estas relaciones (por llamarlas de algún modo) en toda una odisea. Es por eso que ambos amantes debían expresarse de una forma sublime por escrito para mantener encendida la llama puesto que esa llama, avivada por un único recuerdo puntual, corría peligro de extinguirse.

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Lo que no contaba Jane Austen es lo traicionero que pueden ser los recuerdos. Volvamos de nuevo al siglo XXI. Tú, joven canalla, has conocido en una discoteca a una sirena arrancada de la sal y las olas y colocada grácilmente en una barra. Habláis, reís, todo fluye. Llegado el momento de la despedida os dais un beso, un número de teléfono y un ya quedaremos. Y aunque ya no estemos en la época georgiana, verse de nuevo en nuestra época también puede ser un tanto complicado (puede llevar semanas). Por este motivo y con el corazón agitado por tu sirena de bar, comienzas un cortejo de otros tiempos sin necesidad de sobres lacrados gracias a las nuevas tecnologías: empiezas a ligar por Whatsapp.

Cada mensaje de Whatsapp es un sutil cortejo y también un “no me olvides” para que en ese lapsus de una semana o semana y media hasta que ella acepta ese café (o esas cervezas) la llama siga igual de viva que cuando se encendió con aquel beso en la puerta de la discoteca. Te conviertes en mil poetas. Cuidas la gramática. Eres más ingenioso que Ricky Gervais puesto de MDMA. Sacas, en definitiva, lo mejor de ti. Y llega por fin el café (o las cervezas) y frente a frente la cosa no fluye como debería. En parte porque has quemado todos los cartuchos en forma de caracteres y en parte porque el recuerdo es traicionero y más que una sirena la chica sabe ahora a sardinas enlatadas. Y tú odias las sardinas enlatadas.

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No olvidemos que el caso ha podido darse a la inversa. Que quizá fuiste tú la sirena que atrajo al marinero con los cantos de una Sia sonando en los bafles de la discoteca. Y seguiste engatusando vía redes sociales hasta el momento del café… cuando te diste cuenta que hubiese sido mejor guiarle, como hicieron antaño tus hermanas de las aguas, hasta las rocas. Aunque cambiemos a los protagonistas la historia no deja de ser la misma: la de las grandes decepciones.

Pero no te preocupes, camarada, todavía hay algo peor a que te traicionen los recuerdos: que no exista recuerdo alguno. Hablamos, cómo no, de ligar por Internet. Al margen de las aplicaciones destinadas especialmente para este menester, donde a fin de cuentas puedes ver una fotografía aunque sea de hace ocho o diez años, cuando la otra persona aún estaba de buen ver. Hablamos de esos románticos empedernidos que se enamoran de la otra persona a través de las palabras. En un foro, a través de un blog, de una cuenta de tuiter con el avatar de un Gremlin. Y ahí sí que se da un cortejo absolutamente georgiano, victoriano e incluso franciscano. Mejor que todas las epístolas del mundo juntas. El único inconveniente es que la otra persona puede ser un señor de cincuenta y siete años de Soria, un gato muy listo e incluso Siri.

Todos hemos sido advertidos de los peligros de Internet: no compartas tu ubicación más de lo debido, no subas tus fotografías íntimas, no des tu número de cuenta, no quedes con desconocidos. A pesar de eso, Internet ya no da tanto miedo porque hemos crecido en sus campos. Tenemos amigos de Internet, mantenemos amigos gracias a Internet. Y también ligamos. Podemos incluso caer en las redes del amor. Desvirtualizar a otro ser humano ya no es temática de casi ninguna película de miedo porque ha dejado de aterrarnos la idea de tomar un “algo” con un completo desconocido.

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Pero aún queda hueco para la humanidad. Y aquellos que quedan con alguien sin haberle visto siquiera en foto quedaron para siempre en un agujero negro temporal en el plató de “El Diario de Patricia”. ¿Románticos? Puede. ¿Ingenuos? Por supuesto.

Quizás han cambiado las formas pero no la esencia. Los impulsos que nos motivan no dejan de ser los mismos. Nos adaptamos a la tecnología o la tecnología, más bien, se adapta a nuestras necesidades. Y para necesidades las del cortejo de tu sirena que resultó ser sardina. Reconócelo, fue bonito mientras duró (o mientras no duró). La del calentón que solventas un viernes noche vía Tinder (¡qué maravilla ligar desde el sofá!). O la de no querer pasar los domingos lluviosos solo que intentas solucionar sumergiéndote en OkCupid.

Puede que si Pierre Choderlos de Laclos tuviera que adaptar hoy sus Amistades Peligrosas la historia se contase a través de conversaciones de chat de Facebook. O que Jane Austen ahora, en lugar de hablar de problemas de herencia hablase de problemas de conexión. Porque al margen de adornos formales e informales y de literatura con mayúsculas, no era el cómo si no el qué. Y el qué, o dicho de otro modo, el quid sigue siendo el mismo. La única diferencia es que antes pasaban meses esperando una carta que no terminaba de llegar nunca y hoy una respuesta segundos después de que aparezca el doble check azul.

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