La primera declaración de amor en código morse (y otras historias epistolares)

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Firma invitada: Sergio Parra.

Sin duda, la declaración de amor transmitida de la forma más original en toda la historia sea la del prolífico inventor estadounidense Thomas Alva Edison (1847-1931). Debido a problemas de sordera que desarrolló en su infancia, junto a su pasión por el telégrafo y el código morse, Edison enseñó a comunicarse a través de este medio a su futura esposa Mary Stilwell durante el noviazgo. El día que le propuso matrimonio, Edison se limitó a darle unos delicados golpecitos en su mano en código Morse. Ella le respondió del mismo modo con un «sí, quiero».

Eran otros tiempos donde no existía Whatsapp y el incriminatorio doble check, donde se cultivaba la relación epistolar escrita a mano o a máquina, largos textos románticos que alimentaban el amor en la distancia. Si ahora perdemos la paciencia cuando nuestro interlocutor tarda unas horas es responder un SMS, imaginaos lo que era aguardar días, semanas y meses a que el cartero llegara a tu casa con nuevas noticias de tu amante. Aquella espera era la prueba definitiva de la solidez de la relación.

Eran sentimientos transmitidos a otro ritmo, pensamientos elaborados que perseguían dejar al descubierto todos los matices afectivos. Era, en suma, una forma tan bonita e idílica de cultivar el amor que algunos amantes, incluso, preferían continuar así, en la lejanía, solo conectados por un puñado de palabras armónicamente engarzado. Como en el caso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. «Trabajaremos mucho, pero llevaremos apasionadas vidas de libertad», se escribieron en una ocasión. O Franz Kafka y Milena Jesensk, que solo se vieron en persona en unas pocas ocasiones.

Y es que «el producto más franco, más libre y más privado de la mente y del corazón humano es una carta de amor» señaló en una ocasión el escritor geek Mark Twain (1835-1910), el primero en enviar un manuscrito a una editorial escrito a máquina en vez de a mano, en 1883.

El exceso de Hugo

Victor Hugo, autor de Los miserables o Nuestra señora de París, era un escritor prolífico hasta decir basta. No en vano, se levantaba a las 3 de la madrugada en verano y a las 5 en invierno y se ponía a trabajar sin descanso. Por eso llegó a escribir 18.000 páginas en su vida, y en Los miserables encontramos la que se dice que es la oración más larga jamás escrita en una novela, pues tiene aproximadamente 800 palabras (según la traducción).

Con todo, a Hugo aún le quedó tiempo para cultivar el romance epistolar, y escribió cosas como la que sigue a Adèle Foucher: «Tienes razón. Hay que amarse y luego hay que decírselo, y luego hay que escribírselo, y luego hay que besarse en los labios, en los ojos, en todas partes».

El doble exceso de Balzac

Pero Victor Hugo es un simple aficionado si se compara con Honoré de Balzac, que para mantener su ritmo endiablado de trabajo se tomaba cincuenta tazas diarias de café. Así logró escribir 85 novelas en solo 20 años, trabajando en jornadas de 15 horas al día.

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Por eso muchos levantaremos una ceja escéptica si leemos la siguiente frase en una de sus cartas de amor (si, aún encontraba tiempo para eso) dirigida a una fan de su obra, un tal Hanska: «Estoy prácticamente loco por ti, tanto como uno puede estar loco: no puedo unir dos ideas sin que tú te interpongas entre ellas. No puedo pensar en nada más que en ti». Supongo que a Hanska nunca le dijo que con tanta taza de café y tanta producción literaria probablemente no tuvo tiempo de pensar tanto en ella.

El físico y Mileva

No hace falta ser literato para escribir bonitas cartas de amor. Albert Einstein, además de revolucionar la física, también tenía su corazoncito, y mantuvo largas epístolas con su gran amor, Mileva.

En una de ellas, enviada desde Milán el 13 de septiembre de 1900, podemos leer: «En todo el mundo podría encontrar otra mejor que tú, ahora es cuando lo veo claro, cuando conozco a otra gente. […] Hasta mi trabajo me parece inútil e innecesario si no pienso que también tú te alegras de lo que soy y de lo que hago.”» Afortunadamente, Mileva se alegró lo suficiente del trabajo de Einstein, y por ello ahora podemos decir aquello de E=MC2.

La pornografía de Joyce

El amor no consiste solamente en miradas y palabras bonitas, el amor también es contacto físico, sexo, intercambio venéreo. Así lo entendía el irlandés James Joyce, autor de Ulises, que entre misivas bonitas era capaz de intercalar otras de alto voltaje, capaces de dejar como porno soft a Cincuenta sombras de Grey. Esto es lo que le llegó a escribir a Nora desde Dublín, en diciembre de 1909:

Buenas noches mi pequeño coñito, me voy a acostar y jalármela hasta acabar. Escribe más y más sucio, querida. Hazle cosquillitas a tu pequeño pene mientras me escribes para que te haga decir peores y peores cosas. Escribe las palabras obscenas grandes y subrayadas y bésalas y ponlas un momento en tu dulce sexo caliente, querida, y también levanta un momento tu vestido y ponlas debajo de tu querido culito pedorreador. Haz más si quieres y mándame entonces la carta, mi querida pajarita cogedora de enojado trasero.

Cartas desde la cárcel

Una de las comunicaciones epistolares que merecen un epígrafe aparte es la que se producía entre los presos de la cárcel con sus enamoradas platónicas. El caso más célebre posiblemente sea el de Bonnie y Clyde, la pareja de delincuentes más pop de la historia, cuyas fechorías se llevaron a la gran pantalla de la mano de Warren Beatty y Faye Dunaway.

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Al poco de conocerse en casa de un amigo común, en 1930, Clyde fue encarcelado durante unos años en los que Bonnie no dejó de escribirle cartas y poemas. Su correspondencia puede espiarse en un libro que la recoge íntegra: Wanted lovers. Las cartas de amor de Bonnie & Clyde.

También puede darse la circunstancia de que una mujer se enamore de un delincuente, comportamiento que en Criminología y Psicología Criminal se conoce con el nombre técnico de hibristofilia. En tal caso, si el delincuente está encarcelado, la o las enamoradas no dudarán en remitir cartas apasionadas (aunque jamás se hayan cruzado en persona con el delincuente).

El caso más conocido fue el del violador y asesino en serie Ted Bundy. Docenas de mujeres fueron atraídas tanto a las sesiones del juicio como a enviarle cartas de amor cuando entró en prisión.

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