La informática ha cambiado más el lenguaje que cualquier otro invento de la historia

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Cuando nacemos, nuestro cerebro se cablea para producir lenguaje en función del contexto en el que se cría (y si no hay lenguaje, el cerebro queda incapacitado para aprenderlo más tarde). Por eso resulta tan fácil para un niño hablar el idioma de sus padres, pero tan difícil adquirir más tarde un nuevo idioma, sobre todo si se aspira a adquirir un acento nativo.

En un sorprendente estudio realizado por Derek Bickerton sobre un grupo de trabajadores extranjeros de distintas nacionalidades que colaboraron juntos en Hawái en el siglo XIX, se evidencia hasta qué punto el entorno modela el lenguaje.

Estos trabajadores desarrollaron una lengua franca para comunicarse entre ellos que carecía de reglas gramaticales coherentes y se limitaba a ser una mezcla de términos en distintos idiomas. Sin embargo, cuando estos trabajadores tuvieron hijos, la nueva generación adoptó este ambiente lingüístico caótico y, de forma espontánea, le aplicó reglas gramaticales coherentes, transformándola así en una lengua de verdad.

La lengua franca adquirió, en boca de estos niños, reglas de inflexión, orden de palabras y gramática coherente, volviéndola así una lengua mucho más eficaz: un lenguaje criollo. Toda esta asombrosa transformación tuvo lugar de manera natural, y fue llevada a cabo por un puñado de niños guiados por su instinto, sin respaldarse en gruesos manuales de gramática.

La imprenta

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Las tecnologías, pues, al cambiar el entorno, también influyen en las lenguas, sobre todo en las nuevas generaciones. Las matemáticas, por ejemplo, permitieron que determinados símbolos adoptaran carácter universal en muchas lenguas. Las dos rayas ( = ) que indican igualdad empezó a usarlas el matemático inglés Robert Recorde hace más de cuatrocientos años. En uno de sus libros explica que escogió ese signo porque “dos cosas no pueden ser más iguales que dos rectas paralelas”.

Cuando se desarrolló la imprenta tuvo lugar una de las mayores transformaciones lingüísticas acaecidas hasta la fecha, pues se normalizaron y se popularizaron muchas palabras y signos, favoreciendo también la alfabetización del pueblo (antes no había ningún incentivo poderoso para alfabetizarse porque apenas se producían libros).

Pero, al igual que sucedió con las matemáticas, la primera tecnología que empezó a introducir símbolos distintos a las grafías asociadas a fonías que hasta el momento se usaban fue el telégrafo electromagnético. Este cachivache ideado por Samuel Morse, que permitía enviar pulsos eléctricos a grandes distancias, fue la primera tecnología que impuso la cultura de la compresión de mensajes.

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Como enviar mensajes de esta forma suponía dinero y tiempo, los símbolos y compresiones, estuvieron a la orden del día, tal y como explica James Gleick en su libro La información:

Abreviar los mensajes significaba ahorrar dinero. Los clientes pensaban que la mera sustitución de las palabras por números servía de muy poco en este sentido: costaba lo mismo mandar un mensaje con “3747” que con “pirita”. Así pues, los libros de códigos se convirtieron en diccionarios de frases. Su finalidad consistía más o menos en meter los mensajes en cápsulas, impenetrables a las miradas entrometidas y aptas para una transmisión eficaz.

Los manuales de encriptación y condensación de mensajes empezaron a contener palabras, lugares geográficos, nombres de personas, empresas que cotizaban en bolsa y hasta registro navieros, y algunos se editaban específicamente para determinadas profesiones. El más popular fue el libro de 1870 y 1880 The ABC Universal Commercial Electric Telegraphic Code, de William Clauson-Thue.

Esta clase de abreviaturas que se convertían en símbolos propiciaron un lenguaje nuevo, solo para entendidos, que fue un precursor de lo que más tarde sería el código máquina para programar un ordenador: un lenguaje fijo y eficiente. Algo así como esa clase de contracciones que tuvieron su momento cuando florecieron los SMS de teléfonos móviles.

La eficiencia del lenguaje artificial

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Nuestras lenguas son imperfectas y están continuamente cambiando y añadiendo irregularidades porque los seres humanos no solo las usan para comunicarse, sino para determinar quienes pertenecen a un grupo y no a otro, para establecer fronteras políticas y emocionales, para escribir poesía o metáforas y un largo etcétera.

Por esa razón es tan difícil comunicarse ya no con personas de otros países, sino incluso en el lenguaje jergal de determinadas profesiones. Las palabras, a su vez, evolucionan tan deprisa que viajar en el tiempo no es una buena idea si no tomamos una clase antes. Tomemos como ejemplo la palabra “imbécil”. Inicialmente procedía de im (con) y baculus (bastón), que denotaba persona que necesitaba caminar con bastón, es decir, débil. Por asociación, su sentido fue deslizándose hasta pusilánime, cobarde o apocado, hasta que en el siglo XVII expresaba ya debilidad mental o falta de inteligencia. Progresivamente, su uso se tornó tan peyorativo que hoy en día es un insulto.

Las lenguas artificiales, por el contrario, no cambian nada o casi nada con el transcurrir del tiempo, solo admiten definiciones fijas y unívocas, evita las irregularidades y las redundancias, y son claras, objetivas y universales. Los seres humanos no usan lenguajes artificiales de la misma forma que nadie quiere que se imponga un uniforme idéntico para todos: todos aspiramos a ser diferentes en nuestra similitud. Sin embargo, en la tecnología es necesario esta clase de lenguaje artificial para que la misma pueda traspasar fronteras, psicologías e idiosincrasias.

No obstante, debido a que nuestras vidas están cada vez más vinculadas a la tecnología, sus símbolos unívocos están impregnando progresivamente nuestros lenguajes naturales. Un buen ejemplo son los emoticonos o emojis, que ya se han tornado prácticamente universales.

Emoticono Nation

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Las cada vez más frecuentes conversaciones online están informatizando el lenguaje, al menos el escrito. Y está sucediendo de forma tan veloz que los expertos, como Lauren Collister, de la Universidad de Pittsburgh, todavía no son capaces de esclarecer las implicaciones del fenómeno en toda su dimensión. En 2011, por ejemplo, el Diccionario Oxford de Inglés añadió “LOL” a sus páginas. Estamos asumiendo todos nosotros, pues, un netspeak o habla de internet.

El caso de Orz es paradigmático. En los foros se usa para significar arrodillarse: la “o” es la cabeza, el cuerpo y los brazos son la “r” y las piernas arrodilladas, la “z”. Según el contexto, denota fracaso o desesperación, o admiración sarcástica. Este netspeak chino ha conseguido adaptarse a la escritura china oficial, finalmente. Xiangxi Liu, de la Universidad de Massachusetts, prevé una explosión de este tipo de lenguaje online, particularmente en China, porque allí se puede dibujar con miles de caracteres.

Por su parte, Ramesh Jain, de la Universidad de California, sostiene que las imágenes tendrán un papel más importante en el futuro de la comunicación online, precisamente porque es la forma más fácil de cruzar barreras. Solo hay que ver cómo crecen las bibliotecas de emojis o las pegatinas que pueden usarse en los chats de Facebook o Google.

Enriquecimiento y flexibilidad

Cuando se inventaron las primeras máquinas de escribir, innumerables escritores acusaron diversos cambios en su estilo. De repente, la inmediatez de una máquina de escribir les obligaba a hacerlo de forma más rápida y sincopada, al ritmo de los engranajes de la máquina. Es algo que, por ejemplo, le pasó a Nietzsche. Uno de sus mejores amigos, el escritor y compositor Henrich Köselitz, también se lo señaló, tal y como explica Nicholas Carr en su libro Superficiales:

La prosa de Nietzsche se había vuelto más estricta, más telegráfica. También poseía una contundencia nueva, como si la potencia de la máquina (su “hierro”), en virtud de algún misterioso mecanismo metafísico, se transmitiera a las palabras impresas de la página. “Hasta puede que este instrumento os alumbre un nuevo idioma”, le escribió Köselitz en una carta, señalando que, en su propio trabajo, “mis pensamientos, los pensamientos musicales y los verbales, a menudo dependen de la calidad de la pluma y el papel”. “Tenéis razón”, le respondió Nietzsche. “Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos.

Las máquinas de escribir se han tornado ubicuas gracias a los ordenadores y, sobre todo, los teléfonos móviles, que imprimen un nuevo estilo a nuestra escritura, e incluso añaden nuevas grafías, contracciones y hasta un aspecto más pulido (gracias a los asistentes y correctores automáticos).

De algún modo, al igual que un carpintero consigue que el martillo se convierta en una extensión de su mano, una máquina de escribir, digital o analógica, se convierte en una extensión de la mente. Todo ello no solo altera la prosa y el vocabulario empleado, sino que nos empuja a escribir más que nunca antes en la historia, y cada vez con más personas distintas.

Ya en los inicios de los correos electrónicos, entendido como un sistema sofisticado de mensajería, se empezó a fomentar la comunicación, el desarrollo de idiomas, el contacto lingüístico extranjero y el intercambio de correspondencia. Factores que se han acelerado con el chat y otros programas de mensajería instantánea.

Según un estudio de Andrea Lunsford, directora del programa de escritura y retórica de la Universidad de Stanford, donde se analizaron 15.000 escritos de alumnos universitarios, incluyendo ensayos académicos, trabajos en clase, correos electrónicos, publicaciones en blogs, actualizaciones en espacios sociales y sesiones de chat, ahora las nuevas generaciones son más conscientes del contexto en el que escriben y se adaptan mejor al remitente.

Es decir, que no escriben igual para un trabajo universitario que en un chat, y que, en general, escriben más que las generaciones anteriores. Por si fuera poco, tienen mayor conciencia que antes de que escriben para alguien y de que su escritura genera un efecto.

El mito de que el lenguaje se empobrece también queda desacreditado con otro estudio liderado por Connie Varnhagen, de la Universidad de Alberta, que muestra que el lenguaje comúnmente utilizado en los mensajes instantáneos no afecta necesariamente la ortografía de las nuevas generaciones digitales.

Una nueva tecnología trae consigo la creación de palabras nuevas (neologismos), en su mayoría en el idioma que se habla en el país de la invención. Y ahora mismo estamos viviendo la mayor tasa de inventos de la historia (y la mayoría de los científicos de la historia están vivos), de modo que no dejamos de incoporar nuevos términos progresivamente, desde WiFi hasta dron.

Si nos centramos en el ámbito de la informático descubriremos innumerables ejemplos, como chat, pero además un gran número de influencias que moldean la lengua de forma acelerada. En el caso del español muchas de las palabras ya existentes asumen nuevas acepciones, como por ejemplo: red (además de herramienta para pescar es un conjunto de dispositivos conectados entre sí) o navegación (de la tradicional ahora sumamos el seguimiento de un enlace de una página a otra). Es decir, que la informática, y la tecnología en general, no solo cambia el idioma, sino que lo enriquece y lo flexibiliza.

Todavía es pronto para vaticinar todos los cambios que estas nuevas formas de comunicarse producirán en las lenguas del mundo. Lo que parece evidente es que la tecnología, mayormente en forma de smartphone, ya ha llegado a cuatro mil millones de personas de todo en planeta, y en breve llegará al resto. Y todos podremos hablar con todos al instante. Algo que nunca antes había pasado en la historia de la humanidad.

Imágenes | Pixabay

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