Violencia en los videojuegos bien, violencia en los videojuegos mal. Ni la ciencia se pone de acuerdo

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Ya tenemos en las tiendas uno de los juegos más esperados del trimestre, ‘Mafia III’. El videojuego de Hangar 13 desemboca como una de las promesas videolúdicas más maduras de los últimos meses.

Mientras, a la sombra de su publicación, vuelve ese debate que flota en el aire: violencia y videojuegos. Se considera que dicho juego legitima actos injustificados y que invoca al monstruo que llevamos dentro. Pero, más allá de la obra, ¿qué hay de la violencia virtual sobre el comportamiento social?

Mafia 3 Gameplay DemoMafia 3 Gameplay Demo

Con V de violencia

En su joven historia, los videojuegos se han visto ocupando el núcleos de debates sociales y políticos. De su prohibición en Venezuela a su censura habitual en mercados como Australia o Alemania, los juegos parecen un arma arrojadiza con forma de boomerang: cada día son más populares, cada día generan más dinero y cada día sufren mayor persecución. Justificada, según muchos informes.

Esta presunta persecución parte de tiempos remotos. El pensador Serge Tisseron publicó un brillante artículo donde traía la siguiente analogía: ‘GTA IV’, saga considerada un agujero negro, conecta con dos famosas atracciones de feria: los coches de choque y los juegos de matar estilo “disparo a la presa” —duck hunt, del que ya se hizo un videojuego en 1984 y que era una boba traslación de un domingo de caza pixelado—. De matar y de coches, la vieja taxonomía a la que podríamos remontarnos incluso desde antes del nacimiento del cine. Tanto en el videojuego como en la atracción no hay penalización sino premio.

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Ya en 1976, Death Race generó una oleada de abucheos entre padres y profesores escandalizados. Mortal Kombat hizo lo propio en 1992; Postal y Carmageddon en 1997, Manhunt en 2003; y la lista sigue, desde los 8 bits hasta el realismo exacerbado. La violencia es inherente al sistema, que dirían los Monty Phyton. Es el zeitgeist de cada época. La violencia puede ser la respuesta manifiesta de una repulsa social en ciertas épocas, como el punk. Puede ser un termómetro para definir problemáticas mucho mayores que el político argumento «los videojuegos tienen la culpa de nuestros males».

¿Quién será el responsable del próximo homicidio? Dilucidar quién tendrá un comportamiento violento por el tipo de ocio que consume es un fenómeno complejo. Son años y años de absorción cultural. Es terriblemente difícil predecir quién va a disparar, como decía Stephanie Pappas, ya que suponen «una fracción muy pequeña, infinitesimal, de quienes hacen algo así». Cuando se utiliza para inculpar a la obra y exculpar a la persona nos encontramos con un escenario aún más peligroso: se está exonerando al responsable y criminalizando una obra que, en principio, también merece el espacio a réplica.

En este particular, la periodista Susan Scutti cita a Christopher Ferguson, profesor asociado del Departamento de Psicología de la Universidad Stetson: «los videojuegos violentos no son un rasgo en común entre responsables de asesinatos en masa. La creencia de que hay una conexión es una clásica correlación ilusoria, en la que la sociedad anota los casos que encajan e ignora los que no se ajustan».

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La normatividad y los precursores del comportamiento humano

La APA (Asociación de Psicólogos Americana) aportó un nuevo informe donde demostraba un enlace entre violencia en videojuegos y actos violentos en la vida real: «la investigación demuestra una relación consistente entre el uso de videojuegos violentos y un incremento en el comportamiento agresivo, además de un decrecimiento en la empatía y la sensibilidad a la agresión».

Pero sus análisis cometieron un error de fondo, según el prestigioso sociólogo Whitney DeCamp, quien puso sobre la mesa un exhaustivo y extensísimo estudio académico, donde refería qe los métodos de la APA no son los más adecuados. Decamp realizó su estudio sobre 6.500 jóvenes, incluyendo todo tipo de perfiles, demostrando que los análisis sobre videojuegos y violencia normalmente sólo se realizan sobre perfiles agresivos, además de omitir condicionantes como el consumo de drogas, alcohol y otros trastornos preexistentes, como los habituales casos de jóvenes sometidos a bullying. Es decir, que los factores sociales, los que mayor presión ejercen, estaban siendo ingorados a conveniencia.

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Desde la Universidad de Oxford nos dicen que, tras entrevistar a poco más de 200 niños de 10 a 12 años, el género del videojuego no es determinante sobre la conducta del joven. ¿La violencia libera la imaginación? Sí, y también la presión social, los niveles de distrés —estrés negativo— y nuestra percepción de la propia violencia. Si afecta en el comportamiento en las notas, no así en su comportamiento social. Es decir: su media baja en tanto se habitúan a jugar con frecuencia. «Los niños no están más expuestos a “pánicos morales” jugando a videojuegos de lo que están viendo televisión o a través de cualquier otro medio de comunicación», concluyen.

También se destacó en el estudio, publicado en la revista Psychology of Popular Culture Media, que aquellos niños que juegan juegos online se implican y vinculan emocionalmente más que los que juegan individualmente. El factor de riesgo vuelve a ser el mismo: es tan relevante con quién te juntas que lo que haces con ellos.

Por otro lado, la RSNA (Sociedad de Radiología de Norteamérica) presentó datos relevantes sobre cómo estimulan los videojuegos violentos diferentes áreas del cerebro. Pero aquí se incurre en el mismo defecto de fondo: que la violencia estimule y excite temporalmente no significa que vaya a convertir a un ser humano en un potencial criminal. De hecho, este tipo de test se realizan con pacientes viendo escenas de películas de terror y el resultado es análogo.

La generación GTA

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El psicólogo Christopher J. Ferguson concluyó en su estudio  ‘Does Media Violence Predict Societal Violence?‘ —«¿Qué medios predicen la violencia social?»— que «no hay relación entre la violencia en los medios y el comportamiento de una sociedad, sino que también pone en duda la metodología de los estudios previos». La primera parte de su investigación analizó videojuegos “adultos” publicados entre 1996 y 2011, basándose en la calificación de “violencia, drogas y vocabulario explícito” según la ESRB (Entertainment Software Rating Board).

El resultado demostró que durante esos años la violencia juvenil se había reducido notablemente, a pesar de la popularización de videojuegos de carácter violento. Por otro lado, las ventas de videojuegos han crecido exponencialmente. Según los informes de AEVI, sólo en España se facturaron 1.083 millones de euros, lo que representan un 8,7% más respecto a 2014. Y este 2016 insinúa batir la barca con creces.

Pensemos en las noticias de sobremesa. ¿Deberíamos prohibirlas por su alto contenido sangriento en horario de máxima audiencia, justo después de la absorción de contenidos escolar, momento donde se es más permeable a efectos ambientales porque estás “con la guardia baja”, como dicen algunos psicólogos?

¿Tiene la ciencia la respuesta?
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A lo largo de este artículo puede extraerse una lectura somera: el consumo de productos culturales no influye sobre la creación de una conciencia criminal. Pero, ¿por qué la ciencia no se pone de acuerdo?

Parece ser, en todo caso, que quien genera violencia son los propios contenedores: juegos que aplauden un comportamiento perverso sin la menor penalización, telebasura que normativiza comportamientos agresivos y opresores, cine que ídem, tebeos, y cualquier otra forma de expresión artística gráfica o incluso simplemente sensorial.

Estudios de hace una década pusieron de manifiesto que la violencia siempre ha estado ahí. Pensemos en escenas de caza en pinturas rupestres. Pensemos en los viejos mosaicos con escenas o de guerra o en forjados donde se enaltece y alaba a héroes que han barrido con pueblos enteros. En toreros. La gloria de un imperio. Las terapias cognitivo-conductuales y los análisis previos con cada individuo determinan que cada persona absorbe, analiza e interpreta la violencia de una forma específica: no existe un denominador común. Es decir: disparar en ‘Call of Duty’ no supone el mismo tipo de estímulo para todos los usuarios.

El debate es la clave

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«Escucha a tu hijo, presta atención en sus hábitos, habla con él». Cualquier pedagogo de cualquier centro, en cualquier país, dará esta recomendación a los padres. La figura paterna es una influencia muy superior a la de cualquier superhéroe chabacano o personaje de videojuego.

La Escuela Médica de Harvard incide en este punto: según unas entrevistas del Pew Reseach Center, se informó que durante 2008 el 97% de jóvenes de entre 12 y 17 años había tocado algún tipo de videojuego. Dos tercios de ellos habían jugado a juegos de acción o aventuras que tenían, en mayor o menor medida, contenido violento. Los padres pueden y deben tomar parte en cómo se dosifica, emite y distribuye esta información sobre sus hijos.

Aunque no se han probado relaciones causa-efecto directas —es prácticamente imposible porque los videojuegos deberían entonces actuar como catalizadores inmediatos, tal y como haría una droga de alta toxicidad—, los padres no colaboran en regular esta dieta, o al menos no toman parte en las decisiones más allá del “sí” libertino o el “no” censurador. En toda esa escala de grises —la denominada “crianza flexible”— es donde se tambalean los cimientos sobre los que la HHP incide: cada vez hay menos delitos federales perpetrados por menores, pero cada vez nos ocupamos menos, como sociedad, del tipo de contenido cultural que consumen nuestros menores.

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En ‘Mafia 3’, donde puedes encadenar combos que acaben con un navajazo o escopetazo en la cabeza, donde puedes ser devorado por un tiburón, atropellado por un camión o acabar con el Hampa entero con tus propias manos, el primer punto de debate es: ¿por qué habrían de comprar este juego menores de 18 años? Y, saltado este escollo y entendiendo que se dirige a un target mayor de edad, tal vez podamos empezar a hablar de violencia juvenil con propiedad y responsabilidad social.

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