Cuando la ciencia ficción fue optimista (y volverá a serlo)

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En términos generales, la ciencia ficción es pesimista (en especial si el futuro lo imaginan los videojuegos). Y en el caso de que en ella aparezca alguna tecnología o innovación aparentemente positiva para el ser humano, al final ésta siempre causará algún estrago o exigirá algún tributo moral que desvirtuará el posible beneficio obtenido.

Prácticamente no existe ninguna película de ciencia ficción en la que se postule que la ciencia o la tecnología son herramientas poderosas, sin más excusas. Quizás Contact, de Robert Zemeckis y, en cierto modo, Interstellar, de Christopher Nolan, y Marte, de Ridley Scott. Ah, y esa reciente rareza protagonizada por George Clooney que fue Tomorrowland: El mundo del mañana, posiblemente una de las películas que marca el cambio de polaridad al que pronto asistiremos.

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Pero el 99% del cine restante está poblado de fríos robots, telecomunicaciones deshumanizadoras, monstruosidades genéticas, alimentos más sosos que los tradicionales y un largo etcétera. Y todos los científicos son nerds (en el mejor de los casos) o megalómanos que quieren conquistar el mundo (en el peor).

La literatura de ciencia ficción no está tan contaminada de esta tendencia, pero apenas se salva el subgénero hard (precisamente el que alude a una construcción científica más elaborada y verosímil). El resto desprende un ligero aroma a ludismo sazonado por el síndrome de Frankenstein, es decir, la fobia a lo nuevo, a la tecnología, a los mad doctors, en definitiva, el miedo a la ciencia.

Siendo la ciencia y la tecnología cada vez más importante en todos los ámbitos de la sociedad, cuando menos produce asombro tamaña inquina por ellas. Sin embargo, no fue siempre así. Hubo un tiempo en que la ciencia ficción fue optimista y soñadora.

La ciencia que todo lo hace posible

Ese tiempo fue el primer tercio del siglo XX, sobre todo a raíz de la ciencia ficción estadounidense (no la europea, que continuó siendo pesimista debido, probablemente, a la Primera Guerra Mundial). Entonces la ciencia y la tecnología parecían, de repente, fuerzas que podrían cambiar el mundo para mejor.

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Es el caso de las 40 novelas protagonizadas por Tom Swift, un brillante mecánico e inventor que solía arreglar todos los problemas que surgían a su alrededor gracias a la tecnología. Escritas por diversos autores y publicadas todas bajo el seudónimo de Victor Appleton entre 1910 y 1941, cada obra presentaba un problema y cómo Swift debía inventar un artilugio para resolverlo. Los títulos lo dicen todo: Tom Swift y su motocicleta. Tom Swift y su barca a motor. Tom Swift y su silenciador magnético. Tom Swift y su tren elevado. Tom Swift y su fototeléfono.

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Algunas de las obras incluso inspiraron a científicos de verdad, como es el caso de Tom Swift y su rifle eléctrico, del año 1911. John H. Cover, inventor del arma de electrochoque o pistola eléctrica la bautizó como Taser porque es el acrónimo de Thomas A. Swift´s Electric Rifle. Tal y como abunda en ello John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX:

Esta visión aventurera y optimista de la tecnología y los inventos pronto pasó a ser la actitud predominante en la ciencia ficción de comienzos del siglo XX. Los personajes de películas y cómics como Buck Rogers y Flash Gordon eran héroes profundamente estadounidenses que no se andaban con tonterías y que conseguían sus propósitos actuando con valentía y utilizando la tecnología más avanzada de la que pudieran disponer.

Y, por supuesto, uno de los últimos rescoldos de este optimismo científico quedó ejemplificado en Star Trek, que es un relato del oeste idealizado en plan galáctico, donde la civilización es presentada como científica y antibelicista. El universo de ficción de Star Trek creado por Gene Roddenberry fue vendida describiéndose precisamente así: como “Caravana rumbo a las estrellas”.

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El principio del fin

Es difícil escudriñar las razones sociológicas que propiciaron este escenario, pero probablemente tuvo una influencia decisiva la Exposición Universal de principios de la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, con las guerras mundiales empezaron a cambiar las tornas y el optimismo se fue diluyendo paulatinamente. Los ejércitos se apropiaron las innovaciones científicas para lograr formas más eficaces de matar gente, y poco a poco esas innovaciones se empezaron a ver nocivas per se.

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Quien pensaba en el progreso de la era atómica, entonces se imaginaba bomas nucleares. Quien pensaba en los avances en la biotecnología, en guerras químicas. Y así sucesivamente. Un fenómeno que en principio tuvo lugar en Europa, pero que más tarde salpicó también al optimismo anglosajón.

Sin embargo, debemos confiar en que el optimismo regrese de nuevo a la ficción, ahora que lo está haciendo en la no ficción, con obras cada vez más entusiastas acerca de los avances en ciencia y tecnología, tales como Abundancia, de Peter Diamandis, Futuro perfecto, de Steven Johnson, Los ángeles que llevamos dentro, de Steven Pinker, Vivo en el futuro… y esto es lo que veo, de Nick Bilton, Exploradores del futuro, de Juan Scaliter, El mundo que viene, de Juan Martínez-Barea, Ciencia optimista, Josep Maria Mainat, El optimista racional, de Matt Ridley, o La sociedad del coste marginal cero, de Jeremy Rifkin.

Todas esas obras de no ficción presentan, con solidos argumentos un futuro científico y tecnológico mejor que el imaginado por la mayoría de autores de ciencia ficción. Ya es hora que estos últimos tomen la delantera para inspirar a nuevas generaciones, tal y como lo fue antes, tal y como lo intentó la fallida Tomorrowland: El mundo del mañana, que no obstante es probable que traiga más estrenos bajo el mismo paraguas: el futuro es de los que dominen el STEM.

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Suele decirse que la primera historia de ciencia ficción es Frankenstein (1819), de Mary Shelley, que abordaba los riesgos de jugar a ser Dios y ponía de manifiesto el terror que suscitaba la electricidad, un hallazgo relativamente nuevo. Las novelas de H. G. Wells también nos advertían de que la tecnología podía ser un catalizador de la ambición desmesurada, como los experimentos antinaturales de La isla del doctor Moreau o El hombre invisible.

Por su parte, la ciencia ficción también se usaba sencillamente para hacer crítica social, como La máquina del tiempo, que analizaba las implicaciones de las desigualdades sociales.

Después llegó la convicción de que la tecnología nos permitiría llegar a finisterres inimaginables. A continuación, un tropiezo que dio lugar a dos de las guerras más cruentas de la historia, nos hizo recular de nuevo. Ahora estamos en el mejor momento de la historia en términos generales. El optimismo debe regresar y regresará, tanto en la no ficción como, sobre todo, en la mejor ciencia ficción que aún está por escribirse.

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