La gamificación a debate: ¿nos motiva de verdad o nos convence de que lo hace?

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La gamificación (también conocida como ludificación) es el uso de las dinámicas de los juegos fuera de ese contexto. Son una forma de enseñar, instruir y presentar programas de tal manera que el usuario sea partícipe de una experiencia lúdica. Habitualmente usa sistemas como el de ofrecer puntos, medallas, paso de niveles, etc. ¿Pero es realmente este sistema tan positivo como se dice? ¿Permite conseguir usuarios más motivados o es otro hype que unir a la lista?

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Psicólogo experimental, doctorando en el grupo de Evolución y Cognición de la Universidad de las Islas Baleares. Me dedico a escribir en internet y a desarrollar experimentos en el laboratorio. Mis intereses discurren entre la cognición numérica, la educación, la estadística, la tecnología y la psicología del consumidor.

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Psicólogo, escritor y divulgador. Coordinador del Laboratory of Quantitative Analysis of Behavior at Bedford (UK). Obsesionado con el comportamiento humano ya sea un tic involuntario, la interacción persona-ordenador, la organización del comercio internacional o la escritura del Rey Lear.

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Fácil crear sistemas de incentivos

A la hora de dirigir la conducta del usuario o el alumno, nada es más sencillo que plantearnos cuál es nuestro objetivo y qué recompensa podemos ofrecer. La gamificación crea un marco donde esto es especialmente fácil. El gamificador solo ha de preguntarse qué objetivos desea cumplir y disponer las recompensas. Con un simple análisis de la tarea puede ocuparse de establecer cuáles son los puntos donde debe proveerse la recompensa. Es una forma fácil de incentivar pequeños peldaños para que los usuarios vayan subiendo poco a poco la escalera sin cansarse y participando en una dinámica enriquecedora.

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Dificultades

No creo que haya mucha gente que niegue que la gamificación es un enfoque muy interesante. Aplicar los mecanismos propios de los juegos a entornos «serios» permite crear sistemas de incentivos con relativa facilidad. Pero seamos sinceros, la dura realidad es que diseñar incentivos (o reforzadores, como los llamamos los psicólogos) es muy complejo.

Cada vez que premiamos o castigamos algo —por pequeño o insignificante que nos parezca— estamos abriendo la puerta a un sinfín de consecuencias imprevistas. Muchas de esas consecuencias son indeseadas y eso puede suponer un verdadero quebradero de cabeza.

El ejemplo más conocido es el problema de la inflación gamer en algunos videojuegos. La mayoría de juegos nos recompensan con premios (puntos, dinero o bienes intercambiables por dinero) cuando matamos a un monstruo o nos pasamos una pantalla. Al jugar (y matar monstruos y pasar pantallas) se acumulan más y más premios. Eso tiene una consecuencia imprevista: jugar al juego devalúa los premios, creando inflación. Un ejemplo: una moneda al principio del juego es mucho más valiosa que una moneda tras meses de acumular monedas y monedas. Si no tenemos esta consecuencia en cuenta, el juego se volvería rápidamente trivial y los jugadores se irían a la competencia.

Esto hace que los desarrolladores dediquen mucho tiempo a gamificar mecanismos para reducir la inflación y mantener en pie el sistema de incentivos.

Si somos rigurosos, la gamificación puede facilitarnos la vida pero, a poco que nos descuidemos, puede volverse en nuestra contra.

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Fácilmente escalable

No solo es fácil analizar la situación para colocar estratégicamente los reforzadores —ya sean mini-puntos, medallas o niveles—, además, es un sistema fácilmente escalable. Partiendo de un objetivo claro y concreto, podemos ampliar el sistema de refuerzos hasta cubrir nuestras necesidades, sean cuales sean. Así podemos abarcar desde los niveles básicos del aprendizaje hasta los más avanzados, siempre siguiendo las mismas normas básicas. Esto es debido a que las reglas de la conducta que mantienen al usuario completando los niveles son las mismas tanto el primer día como el último. Partiendo de reglas sencillas de refuerzo, podemos crear un sistema infinito de aprendizaje con recompensas.

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Gamificación para todos en todas partes

El corazón de la alcachofa de la gamificación, además de su sencillez, es su escalabilidad. Es decir, que se pueden crear sistemas de incentivos como si de churros se tratara. O, al menos, teóricamente.

En un futuro cercano, cada app estará gamificada y los trofeos, los premios y las appcoins nos saldrán por las orejas. Este más que posible futuro debería hacernos reflexionar sobre dos cosas.

La primera es que en la naturaleza existen muchos más sistemas de incentivos (de reforzamiento) de lo que se utilizan en los juegos: los refuerzos intermitentes o los aleatorios tienen un enorme potencial y, puestos a gamificar, podrían darnos un respiro más que necesario.

Y la segunda es que toda esa gente que se parece tanto son, en realidad, usuarios terriblemente diferentes entre sí. En toda guardería, más tarde o más temprano, surge siempre la ocurrencia de «multar» a los padres que llegan tarde a recoger a sus hijos. Y el resultado es siempre el mismo: muchos padres deciden pagar la multa porque les compensa a cambio de ese tiempo extra. Han puesto valor a algo que en principio no debería tenerlo: la responsabilidad social de llegar a buscar a tus hijos a la hora correcta.

El día que todas las apps estén gamificadas veremos con sorpresa cómo triunfa la que no lo esté.

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Conductismo

El propio sistema de gamificación no deja de ser una modernización de una metodología de aprendizaje bastante sólida: el conductismo. Uno de sus pilares es la aplicación de refuerzos positivos. Un refuerzo positivo es aquel que incrementará la probabilidad de una conducta cuando es suministrado. Es decir, el clásico “si haces tal cosa, obtendrás tal otra que tiene valor para ti”. Ya B.F. Skinner pensó en la idea de la enseñanza programada: llevar a cabo una plan de educación basado en los principios de la modificación de conducta puede ser el sueño de todo educador. La gamificación nos permite aplicar los principios fundamentales que rigen la conducta para, de esta forma, reforzar las conductas que queremos que se repitan usando un sistema completamente automatizado. Con esto, además, se consigue que los profesionales puedan ocuparse de otras tareas sin tener que estar pendientes de ofrecer refuerzos, dejando a la máquina esa responsabilidad.

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Psicología, si… pero

Es cierto, es verdad, aceptamos pulpo. Podríamos decir incluso que la gamificación es psicología del aprendizaje gamificada: fácil de usar, rápida, centrada en los resultados, etc. Todo parecen buenas noticias, aunque, como estamos viendo, la gamificación también tiene sus claroscuros. Eso se debe a que es una simplificación. No debemos olvidar que, en su apuesta por hacer accesible todo el conocimiento que los psicólogos hemos ido acumulando durante este siglo, la gamificación ha tenido que dejar muchas cosas por el camino. Como suele pasar, estas metodologías presentan un trade-off entre la accesibilidad y su solidez teórica. O lo que es lo mismo, su mejor baza es también su talón de Aquiles.

Personalmente, no creo que sea un problema. La gamificación tiene su ámbito de aplicación y no tiene sentido que le pidamos más de lo que necesita. Eso sí, debemos tener cuidado cuando intentan vendernos que esta metodología es el bálsamo de Fierabrás; esto es, la cura de todos nuestros males.

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Contingencia inmediata

Gracias a la literatura científica, sabemos que una manera efectiva de reforzar la conducta es que esta sea contingente e inmediata. Es decir, darse en el preciso momento en que el sujeto ha terminado una conducta. Justo esto es lo que nos proporciona la gamificación: la oportunidad de ofrecer el refuerzo inmediatamente después de la conducta. Hasta ahora, los sistemas educativos y de aprendizaje no disponían de la capacidad de ofrecer este refuerzo contingente. Por norma general, el refuerzo del profesor —con sesgos y capacidad limitada— era el único que se ofrecía de la manera en que los manuales de conducta dictan. Ahora podemos brindar al alumno, jugador o usuario la oportunidad de que todas las acciones que queramos premiar se vean reforzadas sin perderse ninguna por el camino.

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Porque la gamificación, como todo lo que está de moda, atrae a muchos vendedores de humos, charlatanes y expertos-de-toda-la-vida. En rigor, esto no es un fenómeno propio del tema que nos ocupa. Lo que pasa es que la aparente sencillez de estas metodologías sumado al aura cool del mundo del videojuego hacen que se convierta en un mundillo muy atractivo.

Como se suele decir, «busque, compare y, por el amor de Dios, encuentre algo mejor». No podemos dejarnos engatusar por el primero que nos habla de esa metodología tan chula que viene de allende los mares. La cháchara puede ser sencilla, pero implementar una buena gamificación es algo solo al alcance de buenos profesionales.

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Transparencia

Además, en el campo de la ética, la gamificación permite más transparencia para todas las partes del sistema. Conocemos fácilmente qué se refuerza, con cuánto se refuerza y cada cuánto se hace. Una de las necesidades existentes en el mundo de la educación e instrucción es ofrecer la evaluación más objetiva posible. Dando a conocer el sistema de recompensas a todos los actores implicados permitimos que el proceso pueda mejorarse incluso desde los propios alumnos.

En el sistema gamificado no existen segundas intenciones o refuerzos encubiertos. El sujeto es plenamente consciente de que su conducta está siendo modificada. El propio alumno, paso a paso, va avanzando en su aprendizaje. Su libertad es respetada pues puede elegir participar o no del sistema gamificado. Se elimina la posibilidad de que surjan trampas para forzar al sujeto a seguir unas conductas no definidas previamente.

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La burbuja propia

No sé si soy la única persona a este lado del Mississippi a la que la retórica de la gamificación le recuerda a aquel trozo de Matrix donde explican que los primeros mundos virtuales que habían diseñado eran bucólicas utopías donde no existía ni la desigualdad ni el sufrimiento. Como aquello no funcionó, las máquinas decidieron darles a los humanos lo que querían, exactamente lo que querían: un mundo como el que tenemos. Un mundo sin objetivos a largo plazo, centrado en el siguiente paso.

La gamificación esconde en cierta forma todos esos problemas: puede maximizar el cortoplacismo, puede acabar condenándonos a la comodidad de nuestra burbuja personalizada con nuestros pequeños objetivos, nuestros pequeños éxitos y nuestros pequeños miedos.

Al fin y al cabo, que la gamificación sea una herramienta para ser más críticos o un instrumento para hacernos más controlables depende en última instancia de nuestra decisión.

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Estimulación rica

Quizá uno de los puntos más interesantes de la gamificación es el hecho de crear un ambiente de estimulación rica: el usuario hace click, responde correctamente, resuelve el ejercicio, … Son todas conductas que reciben un pequeño premio. Así, el aprendizaje e instrucción se vuelven una magnífica forma de exploración del mundo educativo que se le ha presentado. Con la gamificación se acaba el tedio de presentarse ante una tarea que no provee el feedback necesario para mantener el interés.

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La cultura de la gamificación

«Con un poco de azúcar, esa píldora que os dan, la píldora que os dan, pasará mejor. Si hay un poco de azúcar, esa píldora que os dan satisfechos tomaréis». O eso sostenía la pedagoga, e inesperada teórica de la gamificación, doña Mary Poppins. Pero no estoy seguro de que eso sea así (al menos, no como principio general).

Es cierto: a los niños les encantan las golosinas, pero eso no quiere decir que todo lo que coman deba estar ultra-azucarado. La gamificación exacerbada corre el riesgo de maleducarnos e incluso de poner en peligro nuestra salud. Hasta donde sabemos, y por muy raro que parezca, hay cosas que han de ser difíciles, complejas y poco atractivas. Existen numerosas habilidades sociales y personales que se sostienen sobre esos procesos áridos y dificultosos. Habilidades que, hoy por hoy, no sabríamos desarrollar de otra manera.

Como dice el filósofo Santiago Navajas, el gran reto de nuestro tiempo es saber andar por la estrecha línea que separa el ludismo del amor ciego a la tecnología.

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