Organismos diminutos al límite de la vida y, aun así, capaces de poner en jaque a las formas vivas más poderosas del planeta. Los virus, de los cuales no sabíamos nada hasta hace poco más de 100 años, son agentes infecciosos microscópicos. Parasitan todo tipo de especies, incluidos otros virus. Causan desde resfriados a terribles pandemias. Acaban con cosechas enteras y eliminan animales, incluidos los humanos, atacando desde el interior de sus células. Llevamos toda la vida luchando contra ellos. Pero quizá les debamos más de lo que pensamos.
Un catarro genético
El descubrimiento del ADN y el estudio de la genética nos ha abierto los ojos a una nueva forma de observar la naturaleza. En la estructura básica de la vida nos hemos encontrado muchas sorpresas. Como que compartimos más del 80% del genoma con ratones, vacas y perros. Que nuestras “grandes” diferencias entre humanos nacen de menos del 0,1% del ADN. O que el 9% de nuestro código genético forma parte de antiguos virus.
¿Cómo llega un parásito a formar parte de las instrucciones de montaje y funcionamiento de nuestro cuerpo? Los retrovirus insertan su material genético en las células de su huésped humano o animal. En ocasiones, el huésped aguanta el ataque y elimina el virus. Otras veces, sufre bajo enfermedad y acaba muriendo. “Pero en algunos casos extremadamente raros, los virus se funden con el genoma de sus huéspedes y se convierten en parte del legado genético para las generaciones futuras”, explica Carl Zimmer, autor de A Planet of Viruses.
Ahora, dos nuevas investigaciones publicadas en Cell sostienen que un gen que formaba parte de un antiguo virus podría estar moviendo los hilos del pensamiento complejo del ser humano. Un trozo de ADN resfriado podría estar sentado en la sala de control del Homo sapiens desde mucho antes de haber evolucionado en esa especie.
Un virus atrapado en una célula
Lo de los fragmentos de genoma vírico en nuestro ADN no se acaba de descubrir. En los últimos años se han ido describiendo funciones para estos trozos de virus encerrados en nuestras células. Por ejemplo, su implicación en una especie de memoria inmunológica del organismo. Dos de los investigadores que propusieron esta teoría en 2015, Nicholas F. Parrish y Keizo Tomonaga, firman ahora uno de los dos estudios que profundiza en la relación de los virus y nuestro pensamiento complejo.
Sostienen que un virus unió su código genético al ADN de algunos simios prehistóricos, antes incluso de que apareciese el género Homo. Y esto trozo de código sigue presente, y de forma muy activa, en los humanos modernos. No solo eso, sino que cumple una función esencial. Es el vehículo de información genética entre células nerviosas. Transporta el ARN, una copia más sencilla del ADN que se aventura fuera de la protección del núcleo celular, entre neuronas.
Una proteína llamada Arc
Todo gira alrededor de una proteína involucrada en la capacidad cognitiva y la memoria a largo plazo. Bautizada como Arc, esta proteína tiene propiedades similares a las que utilizan los virus para infectar las células del huésped. “La posibilidad de que proteínas similares a un virus puedan ser la base de una nueva forma de comunicación entre neuronas podría cambiar nuestra comprensión de cómo se generan los recuerdos”, explica Jason Shepherd, neurocientífico de la Universidad de Utah y uno de los autores principales del otro estudio que sostiene la teoría, publicado en Cell.
“Nos pusimos a investigar sabiendo ya que Arc era una proteína especial en muchos aspectos. Cuando descubrimos que podía mediar en el transporte de ARN de célula a célula, nos quedamos sin palabras”, añade Elissa Pastuzyn, otra de las autoras principales del estudio. “Ninguna otra proteína no viral conocida hasta la fecha actúa de esta manera”.
De hecho, el comportamiento de Arc está llamando la atención de diversos grupos de biólogos y neurocientíficos. Otro estudio reciente desarrollado en la Universidad de Massachusetts, ha señalado que Arc transporta información de las neuronas a los músculos para controlar el movimiento.
Es más, de vuelta al paper de Nicholas F. Parrish y Keizo Tomonaga, ambos investigadores sostienen que no solo es una explicación de cómo las neuronas intercambian información, sino que es la mejor y más completa que tenemos, de momento. Quedan, sin embargo, muchas preguntas por resolver. ¿Cómo actúa Arc cuando llega a una nueva célula? ¿En cuántas especies está presente? Y, quizá lo más importante, ¿cómo y cuándo pasó de ser un virus cualquiera a convertirse en maestro de ceremonias del sistema nervioso?
Arc no está sola
Aunque el papel de Arc le otorgue especial relevancia, su caso no es único. Hasta la fecha se han identificado unos 100.000 fragmentos de ADN de retrovirus en nuestro genoma. “El universo de nuestros virus internos sigue siendo oscuro y misterioso. Algo en lo que los científicos todavía tienen mucho que investigar”, explica Carl Zimmer.
Por ejemplo, desde la universidad de medicina de Stanford, han señalado la presencia activa de genes víricos en las primeras etapas de desarrollo de los embriones humanos. Están allí para protegerlos como parte de un incipiente sistema inmune, pero también contribuyen a la comunicación entre células.
Otros estudios elaborados en la última década sostienen que el ADN de los virus tiene un papel central en las mutaciones evolutivas y ha sido esencial a la hora de separar los caminos entre diferentes especies. Si algo está claro en la historia de la evolución es que la naturaleza no desperdicia algo que funciona. Quizá, al final, somos lo que somos gracias a un mal resfriado.
Imágenes | Universidad de Utah, Pixabay