Son las 9 de la mañana y el termómetro ya marca 28 grados en Málaga. En el momento de escribir este artículo, los malagueños desayunan sudando. Aunque es cierto que Galicia y la cornisa cantábrica han escapado este año de las olas de calor más dura, la realidad climática señala que las temperaturas van en aumento. Con paso lento, pero seguro. ¿Y qué hacemos para refrescarnos? Nada mejor que un baño de física y matemáticas.
El mundo (o parte de él) observa con preocupación las predicciones del cambio climático. Se buscan soluciones para frenarlo y, también, para escapar a sus consecuencias. Mitigar las temperaturas en nuestras ciudades y hogares sin contribuir a la rueda de las emisiones (es decir, sin la magia del aire acondicionado) es todavía una asignatura pendiente. ¿Y si la mejor innovación estuviese en el pasado?
La primera nevera eléctrica se inventó hace poco más de un siglo. Hasta entonces, los alimentos se mantenían frescos en las bodegas. Y el agua, en botijos. Un extraño artilugio capaz de enfriar líquidos aun estando al sol. El invento del aire acondicionado es igual de antiguo. Y el primer ventilador eléctrico se remonta a los años 80 del siglo XIX. Hasta entonces, cientos de generaciones le habían dado al abanico para refrescarse.
Lo supiesen o no, el botijo y el abanico, perfeccionados durante siglos, profundizan en la física del aire y de los materiales. Sus diseños son matemáticamente perfectos. A veces, la tecnología no tiene que ser complicada para ser la mejor aliada frente al calor.
Cómo funciona un botijo: las matemáticas
“Vasija de barro poroso que se usa para refrescar el agua, de vientre abultado, con asa en la parte superior, a uno de los lados boca para llenarlo de agua, y al opuesto un pitorro para beber”. Así de sencillo define la RAE el botijo. También tenemos el refrán “más simple que el mecanismo de un botijo”. Y, después, tenemos esto.
La imagen está extraída del paper ‘An Ancient Method for Cooling Water Explained by Means of Mass and Heat Transfer’ publicado en 1995 por dos investigadores de la universidad Politécnica de Madrid (UPM), Gabriel Pinto y José Ignacio Zubizarreta. En su trabajo desarrollaron el modelo matemático que explica cómo funciona un botijo. Cómo una vasija de barro milenaria (sus vestigios más antiguos se encontraron en las culturas mesopotámicas) es capaz de enfriar el agua, aunque esté al sol.
El experimento que hicieron se desarrolló de la siguiente manera. Simularon un caluroso día de verano de 39 grados y una humedad relativa del 42%. Llenaron un botijo con 3.161 gramos de agua. Le colocaron un termómetro y midieron periódicamente los cambios en la temperatura y en la cantidad de agua evaporada. Tras las siete primeras horas del experimento, la temperatura del agua había bajado nada menos que 15 grados. Y se habían evaporado 400 gramos de agua a través de los poros de la vasija.
A partir de ese punto, el agua empezó a calentarse. Primero lentamente y, a medida que se reducía su volumen, a mayor velocidad. Al cabo de 72 horas, no quedaba agua en el botijo. Gabriel Pinto, quien había empezado el experimento en solitario, quiso desarrollar un modelo matemático para el botijo. Pero no fue hasta que Zubizarreta se interesó por el proyecto (cuatro años más tarde) que dieron con las ecuaciones.
Básicamente, la clave está en la evaporación del agua que impregna el barro poroso. Funciona de forma similar a si mojamos nuestra piel o sudamos. Esta agua exudada a través del barro extrae parte de la energía térmica del agua almacenada, provocando su enfriamiento. Por eso, mientras sean de color claro (para no absorber mucha radiación solar) y estén en un entorno seco (si el aire es húmedo la evaporación es mínima), pueden enfriar el líquido incluso a pleno sol.
Y la física del abanico
¿Cómo puede enfriarnos un artilugio que lo único que hace es remover el aire caliente? El mecanismo del abanico no se explica por fórmulas matemáticas tan complejas como las del botijo. Pero también tiene su ciencia. Concretamente, tiene que ver con la primera ley de la termodinámica y un proceso conocido como convección.
El aire es un mal conductor del calor y de la humedad. Así, en un ambiente cerrado, el aire estático que nos rodea está saturado, caliente y cargado de humedad. Pero todo cambia si lo ponemos en movimiento. Si esta envoltura gaseosa se renueva por acción de un abanico (o un ventilador) se produce la transferencia de calor por convección forzada o asistida. Es decir, el calor se disipa al desplazar el aire que nos rodea.
Eso sí, esta solución es solo temporal. Si estamos en una habitación cerrada, llegará un momento en el que todo el aire en su interior esté a una temperatura igual o superior a la de nuestro cuerpo. Ahí se acaba la magia del abanico. Cualquiera que se haya quedado dormido en una noche de verano con un ventilador puesto y se haya despertado sudando sabe de qué estamos hablando.
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