Investigadores de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) han implantado neuronas humanas en el cerebro de ratas, y estas células se han integrado y han acabado controlando ciertos comportamientos de los roedores. El avance, publicado en la revista Nature, abre una nueva vía para probar terapias destinadas a las enfermedades mentales, aunque también plantea dudas bioéticas.
Los científicos tomaron células de la piel de personas y las devolvieron hasta su estado embrionario, cuando podían convertirse en cualquier órgano del cuerpo. En este caso, las fueron guiando bajo las condiciones adecuadas para que se transformaran en neuronas. A continuación, las trasplantaron al cerebro de ratas de unos tres días de edad -inmunodeprimidas para evitar el rechazo-. Concretamente, en la corteza somatosensorial, zona responsable de recibir y procesar información sensorial, como el tacto.
El experimento resultó ser un éxito: cuando los investigadores pellizcaron los bigotes de las ratas, comprobaron que las células humanas injertadas se dispararon en respuesta, lo que sugiere que fueron capaces de captar información sensorial.
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Las neuronas humanas y de las ratas se comunican entre sí
La novedad respecto a otras líneas de investigación con células humanas y animales es que estas neuronas humanas trasplantadas a ratas han arraigado e, incluso, han sido capaces de controlar acciones de los roedores. Hasta ahora se había intentado implantar organoides humanos en cerebros de ratas adultas, pero estos no maduraron con éxito. Precisamente, al probar con ratas cuyos cerebros aún se estaban desarrollando, los científicos de Stanford esperaban, como así ha sido, que las neuronas humanas se integraran mejor.
Los organoides son tejidos artificiales que buscan simular la estructura de los órganos humanos, pero a pequeña escala y de forma más simplificada, para poder experimentar con ellos en el laboratorio. Así, se pueden utilizar para estudiar cómo se activan y se comunican las células cerebrales, y por qué a veces fallan, dando lugar a enfermedades. También sirven para ver cómo les afecta un fármaco. De hecho, si este tipo de investigaciones sigue avanzando, se podrán crear modelos cada vez más exactos para predecir el efecto de los tratamientos farmacológicos en los seres humanos.
Así, los investigadores de Stanford trabajan ya con el síndrome de Timothy, un trastorno extremadamente raro que provoca graves problemas neurológicos y cardíacos en niños. Para ello han creado organoides, utilizando células extraídas de tres personas con esta enfermedad, y los han trasplantado al cerebro de ratas, revelándose que estas neuronas se veían diferentes a las sanas y también parecían funcionar de manera distinta. La idea es seguir este camino con el autismo o la esquizofrenia.
Las implicaciones de ‘humanizar’ a los animales
El estudio publicado en Nature supone todo un avance en la investigación de las enfermedades mentales, pero plantea cuestiones bioéticas, especialmente en torno a los derechos de los animales y lo que significa ‘humanizarlos’, con la posibilidad de crear superratas, una especie mejorada con mayores capacidades cognitivas que las ratas comunes.
El año pasado, un grupo organizado por las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina de EEUU publicó un informe en el que se concluía que los organoides cerebrales humanos son todavía demasiado primitivos para adquirir conciencia, alcanzar una inteligencia similar a la nuestra o reunir otras capacidades que podrían requerir una regulación legal.
Según Sergiu Pasca, responsable del estudio, los trasplantes de organoides de su equipo no causaron problemas como convulsiones o déficits de memoria en las ratas, y no parecieron cambiar significativamente su comportamiento. Y es que, aunque por primera vez parece haber una conexión exitosa entre circuitos neuronales del animal y de la persona, eso está lejos de implicar que se inserte conciencia o inteligencia humana en la rata.
La frontera de la cognición y el comportamiento
Pero una vez que las ratas, al menos a nivel celular, ya no son completamente ratas, surge la pregunta de cuáles serían los criterios para hablar de una nueva especie. Ante esto, existe cierto acuerdo en que sería necesario un cambio sustancial en la cognición o en el comportamiento de los cerebros híbridos.
“No creo que nunca, nunca, esté éticamente justificado tratar a los animales como recursos que los humanos pueden explotar para beneficio propio”, dijo Taimie Bryant, profesora de derecho animal en la Universidad de California, en la revista New Scientist. A juicio de Julian Savlescu, especialista en bioética de la Universidad Nacional de Singapur, citado en un artículo publicado en la revista MIT Technology Review, el estudio no plantea serias preocupaciones éticas, pues solo se implantó un pequeño grupo de células en una parte del cerebro que procesa la información sensorial, y no en la que tiene que ver con la conciencia.
Ahora bien, los problemas podrían surgir a medida que la ciencia avance. De hecho, Pasca subraya la necesidad de encontrar un equilibrio entre «los beneficios potenciales de evitar parte del sufrimiento provocado por estos trastornos cerebrales devastadores y los riesgos de generar modelos que sean demasiado parecidos a los humanos». En este sentido, el jefe de este estudio descarta utilizar esta línea de investigación con monos y simios.
Imagen | Universidad de Stanford
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